Homo Viator, el hombre de los caminos

Existe una ruta pedestre ―se supone la más larga posible―, la cual uniría el Cabo de Última Esperanza, en el sur de África, con la región de Kamchatka en el extremo nororiental de Siberia, contando aproximadamente 22.400 Km desde Ciudad del Cabo hasta la localidad rusa de Magadán.

Se supone que existe, porque allí está, aunque no se sepa de nadie que la haya recorrido completa; de hecho, el record Guinnes registrado sobre rutas hechas a pie, solamente corresponde a aproximadamente una cuarta parte de dicha ruta, y pertenece a un ciudadano alemán que caminó desde China hasta su Alemania natal.

Obviamente no se trata de una ruta fácil; la fría calculadora arroja que una persona demoraría 1.153 jornadas de marcha (más de tres años), sin contar que no se trata de un sendero alegre y amistoso… en esencia habría que atravesar, al menos, 16 naciones, varias de ellas africanas incluyendo Sudán del Sur, el Canal de Suez (que afortunadamente cuenta con algunos puentes), un tramo importante por la salvaje e inhóspita estepa asiática, y como si aquello fuera poco, una cantidad variable de territorios en guerra a todo lo largo.

El asunto es que desde que el género “Homo” de la familia de los homínidos comenzó a brotar, éste evolucionó para caminar, y así lo hicimos durante casi dos millones de años y hasta épocas bastante recientes, en las que nos hemos vuelto bastante sedentarios…

Respecto de lo anterior, hay una tira de Mafalda (―¿conocen a Mafalda?―) en la que su amigo, Miguelito, se pregunta qué debe hacer una tortuga para ser tortuga… ―pues ser tortuga―, se contesta él mismo; y lo mismo ocurre con el caso de un gato y de un oso; finalmente se cuestiona sobre el porqué del caso distinto de los humanos, quienes tienen que ser albañiles, abogados, torneros, oficinistas o qué-sé-yo…

En ese contexto, ¿quién no ha soñado alguna vez con echar a andar un día e ir por libre a lo largo y ancho del mundo? Probablemente el estado silvestre, natural o salvaje del hombre sea el de caminante.

Pero hoy en día nuestro rol en la sociedad y nuestro nicho en la civilización está tan establecido que aquello resulta casi imposible. No ayuda el hecho que los espacios geográficos estén tan organizados, tan compartimentados, tan politizados y tan explotados; la tapia y la alambrada de púas han doblegado nuestro espíritu aventurero, explorador, caminante. Además, los pocos territorios salvajes y tierras vírgenes aún existentes resultan absolutamente inaccesibles.

Pero como ya se ha mencionado, no siempre fue así. Hubo épocas en que lo virgen y lo salvaje se encontraba exactamente a media legua de distancia en cualquier dirección, y si bien, las tierras conocidas podían haber tenido un señor, su resguardo, su población o su explotación no las hacían intransitables como hoy.

El «Homo Viator» es un tópico medieval. Se refería a aquellas personas que iban por libre a lo largo y ancho del mundo, sin más señor que el verdadero, Dios, quien se encargaba de proveer lo que hiciera falta, y sin más patria que los caminos y senderos cuando los había; aquellas personas que nunca se asentaban en un lugar fijo. Los peregrinos viajaban sólo con lo indispensable para vivir, en la fe perfecta de que el Señor les proveería de lo necesario para la
subsistencia diaria, confiando al Jardín, la generosidad de los extraños con los que se topaban y demás avatares de su andar, ya sea para otorgarle comida o alojamiento.

El viaje emprendido por el Homo Viator tenía dos sentidos, uno físico, a través de los caminos y las variedades del mundo, y otro místico, que tenía como objetivo la búsqueda del Paraíso y la
perfección espiritual, de la mano con el desarraigo a los bienes materiales… El hombre viajando en busca de su salvación. El significado de «Homo Viator» es precisamente, «hombre de los caminos».

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